Poco a poco Klausner se iba animando. Era un hombrecillo frágil y nervioso, siempre en movimiento. Su inmensa cabeza se inclinaba sobre el hombro izquierdo, como si el cuello no fuese lo suficientemente fuerte para soportarla. Su cara era suave y pálida, casi blanca; los ojos, de un gris muy claro, lo observaban todo, parpadeando tras unas gafas con montura de acero. Eran unos ojos desconcertantes, descentrados y remotos. Se trataba de un hombrecillo frágil, nervioso, siempre en movimiento, minúsculo, soñador y distraído. Y ahora, el médico, mirando aquella extraña cara pálida, y aquellos ojos grises, pensó que, en cierto modo, en aquella diminuta persona había una calidad de lejanía, de inmensidad, de distancia inconmensurable, como si la mente estuviese muy lejos del cuerpo.